martes, enero 31, 2006

Mi primer día en el Javeriano

13 años después...

Estudiaba en un colegio pequeño en el que había estado desde el inicio de mi vida escolar. Acostumbrado a curso de 10 personas, y a un ambiente campestre, a sólo unos pocos minutos de mi casa. (Hasta hoy recuerdo con mucho cariño esa etapa de mi vida, a pesar de que culminó en forma tosca)

Decidí cambiar de colegio por varias razones. El ambiente allí había cambiado mucho y ya no me sentía cómodo con la gente que compartía. Sólo contaba con un amigo (el que conservo hasta hoy) y el ambiente se me antojaba cada vez más hostil. Necesitaba un nuevo aire.

Me animé a entrar al colegio de los Jesuitas (en muy buena parte animado por mi mamá): el San Francisco Javier "Javeriano"

Aunque en un principio el rector se negaba a recibirme (era muy joven para el curso al que aspiraba a entrar) al final se decidió a darme la oportunidad de estudiar en su colegio.

Aún hoy cuando entro al Javeriano, recuerdo con fuerza mi primer día allí. Tan asustado entre tanta gente desconocida Tan inseguro frente a esa construcción antigua, imponente y casi arrogante...

Los primeros días, los "nuevos" estuvimos solos en el colegio, en una especie de curso de inducción en el casi fracaso. Quería regresar a mi antiguo colegio. Un día me sentí tan mal, que hasta vomité y se me vino la sangre por la nariz al tiempo.

Luego llegó la avalancha. Aparecieron, tras una semana de mi primer día allí, los mil estudiantes del colegio. Una avalancha humana que hacía casi inaccesibles las inmensas puertas de la entrada. Una locura que me demoré en superar.

Fue un duro primer mes. ¡Estaba tan asustado! Un amigo era mi único apoyo. Un Padre ya entrado en años que se ocupó de hacer que mi estadía en el Javeriano fuera más chévere. Una especie de "Abuelito" al que hasta hoy aprecio, pues supo apoyarme y a la vez exigirme en los momentos adecuados. Un sujeto maravilloso.

Luego, no se exactamente en que momento, yo ya era parte de este nuevo escenario. Empecé a sentir el que antes era un lugar hostil como mi casa. Empecé a querer sus canchas, sus arcos, sus viejos muros, sus escaleras traqueantes y hasta el puñado de hierba que nació en una esquina del antiquísimo edificio citadino (al que algún compañero irónico le llamó Zona Verde).

Durante cuatro años el Javeriano fue mi sitio. Fue mi espacio vital. El espacio dónde compartir con grandes amigos y dónde aprendí (y sufrí) varias materias. Incluso hoy, nueve años después de graduarme, soy feliz volviendo en recuerdos a esos patios que tanto temía.

Es increíble cuanto puede llegar a querer uno, las cosas que algún día le generaron tanto miedo.